No sé si estuvieron en Milán. No Importa demasiado. Milán es una bella ciudad, pretensiosa, egoísta, caprichosa, rica, turística, poblada de negocios que en cualquier otro lado sobrarían y esculturas y arquitectura que llenan los ojos.
Si estuvieron en Milán tendrán en sus pupilas, en sus recuerdos o en sus fotos el Duomo, la Scala, el maravilloso techo de la galería Vittorio Emannuelle y ,quizás también, el escenario donde nació mi historia, sino pongan la escenografía que más se ajuste a mi descripción del comienzo.
Caminaba, después del mediodía, por la vía Dante, una de esas calles anchas y soleadas de bares y restaurantes asomados a la primavera, vidrieras tan altas como las expectativas que despiertan sus marcas y todo eso que ya conté. En el frente blanco de un edificio sin rostro estaba, en el suelo, entre tirado y sentado un hombre de esos que lamentablemente sobra en una ciudad como Milán, o como la que hayan elegido pensar. Este hombre abrigado de más y con harapos para el día primaveral que vivíamos, tenía la barba desprolija y abandonada, dormía sobre cartones y acumulaba, a su lado, pequeñas cosas que para cualquier otro serían basura. Delante suyo, con cartones rotos y unas cajas volteadas había armado una especie de precario mostrador en el que tenía prolija y comercialmente acomodados algunos collares artesanales y pequeñas figuras indefinidas. Todo estaba hecho de una extraña piedra brillante. En otro cartón, en grandes letras manuscritas, se anunciaba lo era eso que ofrecía “la verdadera piedra de la suerte” y más abajo advertía para los desprevenidos “no se deje engañar”.
No pude evitar pensar en la debilidad del argumento. En lo paradójico del marketing aplicado. El poseedor de las “verdaderas piedras de la suerte” dormía en la calle, entre cartones, seguramente haciendo milagros para comer una vez al día.
Seguí camino y una cuadra antes de llegar al Duomo, cuando ya se escuchaba la multitud de turistas, el vuelo de las Miles de palomas y el murmullo de los cientos de senegaleses, congoleños y marroquíes que tratan de salvar un día más vendiendo baratijas, entendí rápidamente algo que había pasado por alto. Mi esposa se quedó inmóvil, muda, mientras me miraba correr sin sentido hacia atrás. Corrí sin importarme nada en una carrera firme hasta el hombre de la “verdadera piedra de la suerte”, esperando encontrarlo aun. Llegué jadeando, transpirada la remera y me pare delante de su exhibidor de cartón ruinoso. El levantó la vista y pude ver sus ojos entre el pelo grasoso y enmarañado. Todavía agitado le dije: Yo también quiero una de estas piedras que te hacen ver la vida como la deseas. La puso en mi mano, se negó a tomar el billete que le ofrecí y mirando a los costados puso su dedo índice cruzando sus labios cerrados, para decirme finalmente “Hai capito tutto”.
Caminaba, después del mediodía, por la vía Dante, una de esas calles anchas y soleadas de bares y restaurantes asomados a la primavera, vidrieras tan altas como las expectativas que despiertan sus marcas y todo eso que ya conté. En el frente blanco de un edificio sin rostro estaba, en el suelo, entre tirado y sentado un hombre de esos que lamentablemente sobra en una ciudad como Milán, o como la que hayan elegido pensar. Este hombre abrigado de más y con harapos para el día primaveral que vivíamos, tenía la barba desprolija y abandonada, dormía sobre cartones y acumulaba, a su lado, pequeñas cosas que para cualquier otro serían basura. Delante suyo, con cartones rotos y unas cajas volteadas había armado una especie de precario mostrador en el que tenía prolija y comercialmente acomodados algunos collares artesanales y pequeñas figuras indefinidas. Todo estaba hecho de una extraña piedra brillante. En otro cartón, en grandes letras manuscritas, se anunciaba lo era eso que ofrecía “la verdadera piedra de la suerte” y más abajo advertía para los desprevenidos “no se deje engañar”.
No pude evitar pensar en la debilidad del argumento. En lo paradójico del marketing aplicado. El poseedor de las “verdaderas piedras de la suerte” dormía en la calle, entre cartones, seguramente haciendo milagros para comer una vez al día.
Seguí camino y una cuadra antes de llegar al Duomo, cuando ya se escuchaba la multitud de turistas, el vuelo de las Miles de palomas y el murmullo de los cientos de senegaleses, congoleños y marroquíes que tratan de salvar un día más vendiendo baratijas, entendí rápidamente algo que había pasado por alto. Mi esposa se quedó inmóvil, muda, mientras me miraba correr sin sentido hacia atrás. Corrí sin importarme nada en una carrera firme hasta el hombre de la “verdadera piedra de la suerte”, esperando encontrarlo aun. Llegué jadeando, transpirada la remera y me pare delante de su exhibidor de cartón ruinoso. El levantó la vista y pude ver sus ojos entre el pelo grasoso y enmarañado. Todavía agitado le dije: Yo también quiero una de estas piedras que te hacen ver la vida como la deseas. La puso en mi mano, se negó a tomar el billete que le ofrecí y mirando a los costados puso su dedo índice cruzando sus labios cerrados, para decirme finalmente “Hai capito tutto”.
Te cuento del viaje. @marcelolopezcba. argentina